El castigo, entendido en su acepción general como una acción de maltrato físico o psicológico para evitar que una conducta considerada errónea o inadecuada se repita, no tiene mucho sentido si estamos hablando de niños. Primero porque poco van a aprender los menores de un guantazo o de estar encerrado en una habitación, más allá de a tener miedo y sentirse inseguros y desconfiados y segundo porque lo mejor si queremos que una conducta no se repita, la solución no es castigar sino enseñar y educar.
Hay otros que suavizan el término y hablan de castigos educativos, aunque a priori no parecen términos muy compatibles.
Sería por ejemplo castigar al niño a ir al cole en pijama si no se viste cuando se lo decimos, se supone que enseñan al niño que hay unas consecuencias si no se cumplen las normas, aunque en este caso sigue siendo un castigo basado fundamentalmente en humillar al menor si no hace lo que queremos cuando queremos. A la hora de aplicar este tipo de ‘enseñanzas’ hay que tener muy claro el fin que realmente se persigue.